Por: Tatiana Yelena Rodríguez Mojica. @tatiana_tatiy
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«No, ella no ha tenido relaciones sexuales», «tiene 30 años, pero es una niña, es un ángel»; «estando así es mejor que no tenga hijos»; «pobrecita, tan bonita, lástima que esté así»; «si usted fuera normal sería hermosa» «¡Tan bueno, meterse con una mujer así, eso es una obra de caridad!»
Lo más grave de lo anterior no es que afecte la autoestima de nosotras las mujeres con discapacidad y que sea parte de nuestra cotidianidad, sino que el lenguaje construye realidades, validando prácticas completamente violentas, que generan discriminación y exclusión social a las tres millones y medio de mujeres y niñas con discapacidad que vivimos en Colombia.
Por ejemplo, en nuestro país se esterilizan mujeres en esta condición, en contra de su voluntad, entrando al quirófano con desconocimiento del procedimiento, con la aprobación de sus familiares y en algunos casos de los profesionales de la salud, sin que importe la sentencia T573 de 2016, que prohíbe la esterilización quirúrgica en mujeres y menores de edad en situación de discapacidad.
Sobre nosotras, sobre nuestros cuerpos con discapacidad, recae una especie de maleficio, el que hay que exorcizar, curar, rehabilitar, en fin, normalizar; no somos mujeres solo discapacidad, nos anulan todas nuestras características identitarias. Lo anterior está anclado en la dimensión
simbólica de los imaginarios sociales, la validación de estos, genera maltrato, sometimiento, exclusión y desigualdad.
Como muestra de esto, en la familia existe una dinámica de infantilización, que anclada en el imaginario social que configura al niño como ser vulnerable y requerido de protección, lleva a la naturalización y legitimación de todas las formas de regulación y control necesarias para proteger a esa «mujer-niña».
En el contexto de la escuela un tratamiento constante de descalificación, que se ancla en el imaginario social de la escuela formadora para el desempeño, generando que la mujer con discapacidad sea tratada por sus compañeros y profesores como incompetente y con la predicción
de su fracaso como estudiante y no apta para el mundo laboral.
En relación con lo anterior, en la comunidad existe una correspondencia con las construcciones de sentido en los escenarios de la familia y la escuela; sin embargo, se resalta el tratamiento de anormalidad, que se arraiga en el imaginario social de la anormalidad como riesgo, por lo cual, se dan, dos posturas sociales; una de rechazo, y otra de conmiseración, que, desde una presunta solidaridad humana, igualmente demanda tratamientos diferenciados.
Del mismo modo, en el escenario de la intimidad y sexualidad se condensa las construcciones de sentido sobre la mujer con discapacidad; imponiéndose la negación e inhibición, de la sexualidad y el erotismo como su correlato natural, bajo la emergencia del imaginario social de la reproducción como finalidad de la sexualidad, al instaurar consciente e inconscientemente, barreras infranqueables al disfrute de la sexualidad, a la búsqueda del placer y a la posible realización plena de la vida de pareja o la maternidad.
En consecuencia, los anteriores imaginarios sociales generan que nosotras produzcamos vergüenza social, que se nos impida la realización de un proyecto de vida, que se validen prácticas violentas sobre nosotras, que se crea que no debemos tener hijos, ni pareja, que no podemos ser deseadas, ni desear; el reto así incomode, es enseñar que antes de una discapacidad somos mujeres.